¿De qué mueren los buitres que se alimentan de ti?

Los buitres son un ejemplo de cómo adaptarse al entorno no siempre significa desarrollar un pelaje que te ayude con la mimetización o un pulgar oponible con el que hacer scroll infinito. A veces la evolución significa aprovechar la decadencia del entorno, la carroña, en pro de uno mismo.
La naturaleza no es ética; la moral, al fin y al cabo, no es más que un constructo social, y como tal, es algo subjetivo y que cambia de una persona a otra, por mucho que cada uno crea que su ideal ético es objetivo e inamovible. Por eso, la figura del carroñero no es nueva ni mucho menos, pero parece que a día de hoy no solo se idolatra y se alaba, sino que es la propia carroña la que lo hace, creyendo que puede convertirse en buitre.
El ejemplo más claro de esto son los vendehúmos estilo Llados y su tropa de mendigos digitales, esqueletos con poco más que carne, piel y habilidades motrices justas cuya única aspiración vital es subir a Instagram una foto en un lambo. Son capaces de seguir adorando a su amada ave incluso después de haberlo perdido todo, de acabar viviendo en la calle. Y ésta seguirá chupándoles los huesos hasta no dejarles ni rastro de lo que tenían antes de conocerla.
Pero si hacemos un poco de zoom, veremos que no hace falta irnos a voluminosas estafas piramidales para ver esto. La mayoría de creadores, cuyo éxito depende de captar el mayor porcentaje de atención ajena posible, también buscan picotear en el erial sociocultural que han dejado las redes en las últimas décadas.
La optimización de cada pequeño detalle para conseguir tu click, para aumentar un segundo más la retención: una miniatura ultra saturada, una introducción con 45 cambios de escena en 30 segundos para retener a la generación Z con déficit de atención, subtítulos con fondo morado en medio del vídeo para que mantengas quieto el pulgar.

Aunque no hace falta pagar por un tick de verificación azul o editar en CapCut para entrar en esta lógica. Basta con tener un trabajo cualquiera, uno de esos «normales». Porque el jefe que te exprime cada minuto, te regatea las horas extra y mide tu valor por tu productividad y tu productividad por tu agotamiento, no es muy distinto del buitre digital.
La diferencia es que antes de todo el auge de influenciadores telefónicos y pseudomillonarios adictos al selfie, asumíamos o, más bien, entendíamos nuestro lugar en la cadena de una manera más realista, y el día parecía tener más horas, el tiempo era de provecho.
Ahora, los gurús nos dicen que nuestro tiempo libre no es para el ocio, no es para la cultura, no es, en resumidas cuentas, libre. Es para seguir grindeando, farmeando, o el anglicismo que quieras utilizar para adornar la autoesclavización voluntaria impuesta por la búsqueda de subir un escalón en esa pirámide evolutiva de la decadencia.
Y cuando hablo de aprovechar el tiempo no hablo de polímatas, hombres dedicados a todas las artes y ramas del conocimiento como podía ser Leonardo da Vinci, sino de personas más comunes. Hoy en la feria del libro he visto un título de José Joaquín Arazuri, al que yo conocía como «famoso médico local» por la escultura que tiene en el centro de Pamplona, y me ha sorprendido porque el libro no tenía nada que ver con esa especialidad.

El bueno de Arazuri no solo dedicó su vida a sanar a los más pequeños, sino que fue uno de los historiadores pamploneses más importantes, con un archivo fotográfico de más de 7000 fotografías antiguas. Médico, historiador y escritor.
¿Dónde queda el tiempo para el scroll y los pódcast diarios? ¿Para mostrarle al mundo en cada red social qué estás haciendo, venderles por qué te tienen que consumir a ti, cuál es tu marca personal?
Si ahora hacemos el zoom a la inversa y nos alejamos, veremos que esos buitres de los que hablábamos antes no son más que parte de una gran masa de carroña que alimentan a los verdaderos carroñeros: los Zuckerberg, los Google, los Musk. Los que venderían a su madre por aumentar un poco más una cuenta corriente ya interminable.
Los que han ayudado a transformar la sociedad en una especie de desierto, atrezzo cutre donde rodar un capítulo diario de Los Juegos del Hambre ad nauseam. Unos buitres elevados a la orden de deidad por la propia carroña que consumen, y que no tienen un depredador natural en esta etapa evolutiva. Los creadores de la nueva religión: la eficiencia algorítmica, la optimización extrema del todo.
La desolación abarca tanto que ni siquiera un nuevo Luigi Mangione solucionaría ya nada. ¿Cómo acabamos entonces con ellos?

Quizá no mueren, y ese sea el primer paso: la aceptación.
Yo, de momento, he reducido el tiempo de «ocio digital» y he dejado de lado todos los proyectos que realmente no me interesaban, que no eran el mío propio.
No es gran cosa pero eso me está dando mucho más tiempo para mí, para leer, para escribir… para lo que quería hacer una vez conseguido el estatus de observador del erial desde la rama, valga la ironía. Ya sabes, lo del pescador y el empresario.
El sistema no cambia sin tu scroll, pero tú sí. Para bien o para mal, eso ya lo hablamos otro día.
Pasa un buen día, ya queda menos para el sábado (y para el lunes).
A.