Ni huele, ni sabe, ni deja rastro. ¿Qué es?

Ni huele, ni sabe, ni deja rastro. ¿Qué es?
El show de A

Tu vida.

En 1981, un tal Jean Baudrillard publicó un libro que, si lo abres con ganas de entender algo, probablemente te arrepientas. Se llama Cultura y simulacro, y no es precisamente una lectura ligera. Pero hay una idea que atraviesa el texto como un cuchillo y sigue siendo más vigente que cualquier trending topic: la realidad ha sido sustituida por su representación. Y lo peor de todo es que nadie parece echarla de menos.

Baudrillard no decía que el mundo esté lleno de mentiras. Decía algo más incómodo: que ya no importa si algo es verdad o mentira, porque todo ha sido convertido en imagen. En apariencia. En decorado. El asesinato ya no escandaliza si no hay vídeo. La pobreza no incomoda si no está en 4k. El sufrimiento, si no se puede narrar en primera persona con subtítulos y música, ni siquiera sucede.

Vivimos rodeados de representaciones que ya no remiten a nada. Son copias sin original. Instrucciones de algo que no existe. Las cosas no se muestran para que las entendamos, sino para que las miremos. Las ideas no se piensan: se formatean.

Y eso incluye a tu identidad, a tus emociones, a tus valores y a lo que crees que te duele.

Para entender la hiperrealidad, basta con observar cómo algo irreal puede tener más impacto que lo real.
Una imagen de un desastre genera más reacción que el desastre en sí.
La forma sobrevive a costa del contenido.
Llorar en pantalla vale más que frente al espejo.

La hiperrealidad no es fantasía. Es suplantación.
No niega lo real: lo reemplaza por algo más funcional.
Y así, lo que ves, lo que consumes, lo que compartes, no es el mundo; es un holograma ficticio superpuesto.

Simulacro nivel 1: una foto de tu cara.
Nivel 2: un selfie con filtro.
Nivel 3: tu cara con el filtro Ghibli.
Nivel 4: alguien que se enamora de esa imagen.
Nivel 5: tú mismo creyendo que eso eres tú.
Nivel final: nadie recuerda ya cómo era el nivel 1.

No vivimos en una época de manipulación, sino en una época de saturación.
La realidad no ha sido censurada, ha sido desplazada por su versión más digerible.
Todo está disponible, todo está visible, todo está ahí. Pero es un «ahí» sin peso.
Una transparencia que no deja ver nada.

La hiperrealidad de Baudrillard es eso: un mundo donde lo real no ha sido escondido, sino reemplazado por una versión más cómoda, más útil, más vendible. Una realidad que no existe.

A veces alguien me pregunta si no tengo miedo de que la inteligencia artificial lo suplante todo. Como si aún quedara algo que no fuera simulacro.

Tu foto de perfil. Tu currículum. Tus «principios». Tus traumas.
Todo eso ya es IA desde hace años. O al menos «A».
Solo que no lo genera una máquina: lo generas tú.
Tú, intentando parecer alguien.
Tú, diciendo lo que toca. «Literal».
Tú, sujetando la máscara como si fuera lo único que queda.

Y yo, claro. También yo.
Intentando escribir esto como si tuviera alguna utilidad. Como si fueras a leerlo.
Como si sirviera para algo que no sea confirmar que seguimos cayendo y que la caída se monetiza.

No hay salida. Y lo bueno es que tampoco la necesitamos.

Porque si todo lo real ha sido absorbido por su simulación, entonces lo único que queda es lo que no encaja.
Lo que molesta.
Lo que no se puede representar bien.
Lo que falla.

¿Falla?

Cuando a Diógenes le preguntaron qué quería que hicieran cuando muriese, respondió:

«Déjenme tirado afuera, y pónganme un palo al lado para espantar a las bestias.»

Entonces le dijeron que eso no serviría de nada, porque una vez muerto no sería consciente de nada. Así que contestó:

«Pues si no soy consciente, ¿por qué iba a importarme?»

¿Nos debe entonces importar el simulacro que se ha construido en torno a nuestras vidas?

¿Es este texto también un simulacro?

Probablemente.

Feliz lunes, exista o no.

A.