No le importas a nadie (por suerte)

No le importas a nadie (por suerte)

La gente que vive en ciudades grandes suele asimilar esta realidad antes que los que venimos de pueblos o ciudades pequeñas. Cuanto más pequeño es el sitio en el que creces, más cotilla es la gente y más atenta está a lo que hace cada persona que lo habita: que si el del quinto lleva dos noches seguidas trayendo a una mujer diferente a su casa, que si el hijo de la panadera es gay o «mira cómo viste Fulanito». Se giran al pasar porque llevas zapatos rojos o el pelo rapado al 0.

Pero cuando vives en una ciudad como Madrid o Barcelona, es diferente: pocas miradas cruzas en el camino, y nadie se fija en tu nuevo tatuaje (por feo que sea). Poco le importa la vida de un extraño a alguien que está en su trayecto rutinario de 2 horas para ir a trabajar por 1200€ y poder así pagar el alquiler de 1000€.

No te confundas, no es que a Mari Pili la del cuarto sí le importe que hayas vuelto a llegar borracho otra vez: es que ella no tiene más distracciones. Eres puro entretenimiento para ella y le importas lo mismo que al resto: nada.

Y sí, ya sé que estás pensando que a tu madre le importas muchísimo pese a no haber estudiado ingeniería ni derecho, y que tu abuela te dice que estás guapísimo con esa cara que me llevas. Pero, ¿qué porcentaje forman esas personas con respecto a la gente que te cruzas a diario? ¿El 1%? Seguramente uno más cercano al 0% porque a tu madre ni la llamas.

No le importas a nadie… ¡por suerte! Imagina el peso que sería tener que rendir cuentas, ya sea desde el punto de vista ético, visual o gastronómico, a cada persona con la que te cruzas a diario. La realidad es que podría salir a correr mañana por el centro de Pamplona vestido con un traje de terciopelo rojo y al día siguiente, con suerte, alguien lo recordaría de manera anecdótica y poco más. Y lo más extraño de eso sería el hecho de que yo habría salido a correr, claro.

Cuando empecé a crear contenido, separé ese personaje de mi perfil personal. No por vergüenza, en mi vida laboral estaba acostumbrado a hacer cosas peores:

De gira en Canadá completamente preocupado por el qué dirán.

Más bien porque creía que no eran el público objetivo. Bueno, seguramente habría algo de miedo al rechazo, pero principalmente lo primero. Y erré.

Primero, porque cuando, por un motivo u otro, han descubierto mis vídeos, por lo general he recibido buenas críticas e interés hacia el contenido. Y segundo, porque sí eran el público objetivo. Al menos el público objetivo de lo que busco hacer, que es, en resumidas cuentas, contar mis mıerdas. Yo soy mi propio nicho, con lo bueno y con lo malo que eso conlleva.

Ah, y tercero: porque ese personaje no existe. Ese personaje soy yo.

Ahora están llegando unos cuantos viejos conocidos a mi cuenta de Instagram porque he hecho un viral (irónicamente con uno de mis peores vídeos), y bienvenidos sean. El vídeo va por 641.000 reproducciones y no tiene pinta de ir a parar en breve. Es grotesco, pero en el fondo esa es mi esencia. No en vano mi buen amigo Carles me llamaba El orfebre de lo grotesco.

Carles en Rusia a punto de abrazar el maná divino que nos llevaría a… bueno, a cosas.

A veces nos volvemos locos intentando contentar a todo lo que nos rodea. Y sobre todo, intentando contentar al algoritmo. Y con ello perdemos la esencia, el motivo por el que habíamos empezado (y no hablo solo de hacer vídeos), y dejamos de disfrutar lo más importante: el camino.

La opinión de los demás no va a pagar tus facturas, así que la importancia ha de ser recíproca.

He empezado este texto con la idea de decirte que los influencers grandes te venden estafas porque para ellos solo eres un número más y he acabado decidiendo que voy a hacer lo que me dé la gana sin preocuparme de los números.

Así que brindo por ello. Y por Carles, que me enseñó la palabra gramínea.

Buen inicio de año.

A, El orfebre de lo grotesco.